miércoles, 19 de septiembre de 2012

La emperatriz y los osos

Hablaba hace unos días de la huida al bosque de algunas mujeres legendarias y de la relación de ese espacio, símbolo del caos, con la transgresión en el ámbito matrimonial: la mujer  que huye del casamiento, la que es expulsada al bosque o expuesta en él a las fieras (ver Huyendo al bosque)... Hoy, dieciocho de Septiembre, se conmemora la festividad de Santa Ricarda de Suabia o de Andlau, emperatriz y virgen.
Andlau, Alsacia, donde pasó temporadas Santa Ricarda en su infancia
y donde se retiraría a terminar su vida.
Ricarda de Suabia era hija del conde de Alsacia Erchengard. Algunos autores dicen que, a pesar de su nombre, éste era irlandés o descendiente de irlandeses. Incluso los hay que sostienen que la santa misma nació en Irlanda, y Felipe O'Sullivan Beare, erudito irlandés de principios del XVII que trabajó en la corte española, la incluye en su lista de santos irlandeses. O'Hanlon le dedica una entrada, el 18 de Septiembre, en sus Lives of Irish saints. El escritor alsaciano Édouard Schuré, esotérico y teósofo, amigo de Nietzsche, Wagner y Steiner, en sus Légendes de l'Alsace, asocia el temperamento independiente, altivo y la fuerte personalidad de Santa Ricarda al carácter de la raza irlandesa. También alaba la elegancia, belleza y encanto de la joven condesita.
Con casi veinte años, Ricarda se casa con Carlos, bisnieto de Carlomagno, que con el paso de los años irá acumulando en su poder un territorio tras otro hasta ser nombrado emperador de Occidente en el año 881.
Santa Ricarda, al contraer matrimonio, estaba decidida a conservar su virginidad, determinación que el marido se avino a respetar. Dicen que era impotente y no le afectó demasiado el voto de su mujer. Carlos, Carlos el Gordo, es un rey del que la Historia no ha dejado un retrato muy halagüeño. Lo pinta como un tipo retorcido y taimado, receloso y vengativo. Le tocó lidiar con las cada vez más audaces incursiones de los vikingos y con las ambiciones de unos nobles que, en el desmoronamiento del imperio carolingio, luchaban todos contra todos por convertir sus dominios en pequeños estados feudales.
Para mantenerse a flote en medio de estas turbulencias, confió más en la astucia y en la crueldad que en la fuerza y el valor. Los tributos que consintió pagar a los hombres del Norte a cambio de la paz fueron considerados como un baldón por sus contemporáneos.
Al final de su vida, sucumbió a la locura y fue desposeído del trono de la Francia Oriental. Murió en el año 888.

Asedio de París por los normandos. Ilustración de Neuville (1883).
Es de creer que una personalidad tan escurridiza y tan poco directa chocase con un carácter entero y decidido como el que los historiadores prestan a su mujer. Parece ser que existió una sorda hostilidad entre los cónyuges y que si no estalló antes fue porque Ricarda pertenecía a una importante familia a la que apoyaba parte considerable de la nobleza y con la que carlos no se atrevía a entrar en conflicto abierto. Las facciones enfrentadas tenían un trasfondo étnico: suabos y alemánicos veían con malos ojos a los francos, en que se apoyaban la emperatriz y su consejero Liutgardo.
La influencia que habían ejercido Ricarda y su gran amigo y mentor Luitgardo, obispo de Vercelli, sobre Carlos al principio de su reinado se trocó en inquina, recelo y aversión por culpa de la cizaña que iba sembrando el partido antifranco.
No era difícil que un espíritu desconfiado, inseguro y medroso como el del emperador temblase ante unos personajes de lustre, cuyo influjo se imponía. Luitgardo, que ya gozaba de la confianza de la reina, se había llegado a convertir en una especie de valido cuya supremacía se hacía intolerable a los otros nobles.
Según la leyenda, santa Ricarda fue una reina peregrina; no sólo habría estado en Roma, donde fue coronada emperatriz por el papa Juan VIII, sino en Constantinopla, de donde llevó a Alsacia el cuerpo de San Lázaro, en Chipre y en Jerusalén. En todos estos lugares coleccionó importantes reliquias.
A su regreso, estalló la tormenta largo tiempo fraguada por sus adversarios. 
Los enemigos de Ricarda presentaron al emperador las relaciones de la reina con el obispo de la manera más odiosa:
-¿Tú has visto qué rostro? ¡Ni en la iglesia se cortan!
-¡Mira qué carita pone para besarle la cruz!
-Y él, ¡cómo se aprovecha!
-¡Como tonto! ¡Pues está la emperatriz para hacerle ascos!
-Pues si se portan así en la iglesia, donde puede verlos cualquiera, ¿qué no harán donde no los vea nadie?
El rey, que había declarado solemnemente ante el papa no haber conocido carnalmente jamás a la reina, se mordía los puños de rabia al oír las deshonrosas acusaciones.
Los estrechos colaboradores, Luitgardo y Ricarda, fueron acusados de adulterio; aquél, desposeído fulminantemente de sus cargos y desterrado de la corte; ésta obligada a comparecer ante un tribunal.
Ricarda exigió someterse al juicio de Dios. Según la fragmentaria biografía que recogen las Acta Sanctorum, se le hizo vestir una camisa impregnada de cera a la que se debía prender fuego por cuatro sitios. Si era culpable, el tejido ardiente se le pegaría a la piel, abrasándola. Otras versiones suman a éste un tormento más: caminar descalza sobre una alfombra de brasas o de rejas de arado calentadas al rojo.
La camisa encerada se negó a arder, como si fuese de amianto, mientras que las brasas o hierros candentes se iban apagando y enfriando ante las pisadas de la reina.
Algunos añaden que el principal calumniador de Ricarda, llamado el Caballero Rojo, mantuvo la acusación, obligando a la emperatriz inocente a buscar un paladín.
Como es frecuente en las novelas caballerescas, no lo consiguió hasta el último momento, cuando apareció un defensor misterioso, el Caballero Blanco, que entró en liza, derrotó  al acusador y lo humilló.
-Ahora que ya he limpiado mi nombre, no puedo quedarme ni un minuto bajo el mismo techo que un mal marido que presta oídos a calumnias asquerosas.
-Ni quiero yo que te quedes -contestó el emperador-. ¡Anda por ahí, calientaobispos, mosquita muerta!
Llena de dignidad, la emperatriz Ricarda salió de palacio con lo puesto y se adentró en el bosque.
Pronto se vio perdida y se dio cuenta de lo angustioso de su situación. Se sentó a descansar y a ver qué se le ocurría y al poco tiempo se le apareció un ángel.
-¿Qué te pasa, Ricarda, que estás tan afligida?
-¿Qué me va a pasar? ¿No me ves perdida en el bosque sin saber dónde ir, para que me parta el pescuezo por cualquier barranco o se me coman los lobos y los osos? ¿Te parece poco?
-Me parece poco: poquísimo. ¿Qué temes de las bestias después de lo que te han hecho las personas? Anda, ten fe y no desmayes. Sigue andando y donde veas unos osos te paras y te quedas a vivir.
La emperatriz continuó por el bosque temeroso hasta que, sintiendo sed, buscó un manantial y cuando lo encontró vio que se le había adelantado una osa con sus oseznos que estaban allí bebiendo y lavándose.
Fundación de la abadía de Andlau. Cuadro de Dubois, 1840.
Iglesia de San Pedro, Andlau.
 http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/1/15/Andlau_Abbatiale082.JPG
Ricarda se hizo amiga de aquella familia osuna y obedeciendo al ángel se instaló junto a la fuente. Allí fundó un monasterio llamado Andlau, donde vivió retirada, orando y escribiendo, el resto de sus días. Los osos se quedaron a vivir con ella para siempre. En la cripta de la iglesia del antiguo monasterio se muestran las huellas de las zarpas de la osa fundacional.
El oso se convirtió en una especie de animal totémico del pueblo y en el monasterio se acogía con hospitalidad especialmente solícita a los juglares domadores de osos y se mantenía siempre, con veneración, a un oso vivo, hasta que uno de ellos devoró a un niño y se decidió sustituirlo por una estatua, que aún hoy está en la cripta.
La historia contradice a la leyenda: no sólo estaba ya habitado Andlau mucho antes de que los francos apareciesen por allí, sino que la fundación del monasterio por Ricarda está documentada años antes de su repudio por el emperador.
Es muy probable que el oso ya fuese objeto de culto en esos parajes en tiempos precristianos. 
La diosa Artio con su oso. Bronce antiguo del museo de Berna.
http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/e/e9/HMB_-_Muri_statuette_group_-_Artio.jpg 
Entre los galos hubo una diosa cazadora, protectora de los osos y probablemente numen de la vitalidad de la vegetación salvaje, Artio. Artos es el nombre galo del oso. El mismo se encuentra en el irlandés art. Es muy frecuente en composición en la toponimia y la onomástica gala. Existe en Tréveris el epitafio de una joven Ursula, dedicado por su madre Artula. Probablemente la madre le quiso poner a la hija su propio nombre, Osita, pero traducido al latín, lengua más prestigiosa. 
Art mac Cuinn (Oso hijo de Lobo o Perro) fue un rey legendario de Irlanda, hijo del célebre Conn Cétcathach (Conn de los Cien Combates) y padre del no menos famoso Cormac mac Airt, a cuyo servicio combatieron Fingal (Fionn mac Cumhail) y Ossian (Oisín).  Y el mismo rey Arturo es uno de los que llevan en su nombre al oso.
Una santa virgen, amiga de los osos, en el bosque, no puede dejar de recordar a la Señora de las Fieras, la diosa Artemisa. El origen del teónimo Artemisa no se sabe con certeza, pero los antiguos griegos lo relacionaban con artos, "oso", una forma alternativa del nombre que aparece más frecuentemente como arktos. E incluso el episodio del oso conservado en un santuario y que en una ocasión devora a un niño se encuentra entre los mitos de Artemisa (ver Huyendo al bosque).






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